SER MUJER EN LA VOZ DE
LAS MUJERES: UNA PERSPECTIVA DEL CONCEPTO DE GÉNERO EN LAS ESCRITORAS
AFROCOLOMBIANAS
Ponencia
presentada en Southwest Council of Latin American Studies (SCOLAS) Conference,
organizado por Texas
State University.
Miami, Florida,
USA. Marzo 8, 9
y 10 de 2012.
“Tú me llamaste mujer negra y sí…
soy orgullosamente una mujer negra.
Mujer negra altiva y espiritual.
Mujer negra de palenques, de plantaciones y socavones.”
Emiliana Bernard Stephenson
Los sujetos somos “seres” en construcción, nos
formamos una idea de lo que somos a partir de la comprensión o autoconsciencia
de nuestro propio ente en relación con
los otros entes que nos rodean, pero también, gracias a la representación
simbólica que hacemos de nuestra realidad para ligarnos a ella y encontrar así
un sentido a nuestra existencia.
Como consecuencia de esta necesidad de definirnos,
surge entonces la preocupación por hallar en el entorno elementos que den
cuenta de nuestros orígenes, características y razón de ser. A esta
preocupación es lo que podemos designar como “la búsqueda de identidad
personal”, es decir la consciencia de la
propia permanencia en relación con una
serie de patrones sociales y culturales inmersos dentro de un sistema que nos
es común y que nos identifica como parte de una colectividad determinada.
William Daros, doctor en Filosofía de la Universidad Nacional
del Rosario señala al respecto que “En la actualidad, la búsqueda de identidad
personal se ha convertido no solo en un derecho sino también en un deber de las
personas. Sin este derecho, además, el derecho a la diversidad, hoy tan
reivindicado sería imposible.” (Daros, 2005)
No obstante, ese concepto de identidad entra en
conflicto cuando deja de ser un derecho propio y se convierte en una
designación impuesta por una parte de esa colectividad que asume como
“verdades” unas representaciones de si mismos en relación con los otros,
generando condiciones de desigualdad, exclusión, marginación y vulneración de
derechos, todo esto enmarcado dentro de unas particulares estructuras de poder
que favorecen el dualismo dominación/sumisión
entre los seres humanos.
En ese orden de ideas, las “identidades” son muchas
veces imaginarios construidos socialmente que niegan la posibilidad de que un individuo
encuentre ese “conjunto de valores con los cuales se puede compenetrar
plenamente” (Bong Seo, 2002) para convertirse en estereotipos que laceran la
conciencia de la propia existencia y promueven la deshumanización,
discriminación y segregación de los individuos en una sociedad.
Es así como, por ejemplo, históricamente las mujeres
han sido afectadas por ese proceso de designación de identidades. La distinción
entre la vida pública y la vida privada, la confinación al hogar y a la
maternidad como único proyecto de vida, la negación de derechos como la
educación y la participación en política, entre otros, son algunas de las
consecuencias que han tenido que afrontar las mujeres a causa de la designación que los hombres han
hecho de su propia identidad. Durante siglos, la lucha ha sido constante y
mucho da cuentas la historia de las mujeres que han vertido su sangre bajo las
piedras o en el fuego para quebrantar
esos imaginarios y darle un papel más relevante y protagónico a las mujeres
dentro de la sociedad.
Pero no sólo la condición de género femenino vs.
género masculino ha sido causa de segregación, la categorización de los seres
humanos a razón de su color de piel o “raza” ha llevado a la extinción de
poblaciones enteras y a prácticas tan salvajes como la esclavización. Ahora
bien, ante la combinación de estos dos elementos identitarios, es decir género
y “raza”, teniendo en cuenta las representaciones simbólicas que se han
construido de lo que son y no son los individuos con estas características, el
panorama se convierte en desolador y doblemente pungente para quienes ostentas
estas categorías; como es el caso de las mujeres afrodescendientes y en
especial, de las mujeres afrocolombianas.
Las mujeres afrodescendientes, negras, mulatas,
prietas, entre otros apelativos impuestos, han sido por siglos víctimas de la
discriminación, pero sobre todo de incontables abusos como los trabajos
forzados, la esclavización, el maltrato físico y psicológico, pero sobre todo
el abuso sexual. Todos ellos perpetrados por hombres o mujeres de etnias
distintas, o incluso por los hombres de su propia etnia.
Sin embargo, su gran conflicto no reside únicamente
en las lamentables consecuencias de los imaginarios que sobre ellas se han
tejido y que han justificado a lo largo de la historia los abusos cometidos,
sino a la forma como esas representaciones las han silenciado e invisibilizado
tajantemente de todos los procesos históricos, sociales, económicos y
culturales de las naciones que también han ayudado a construir.
En Latinoamérica, particularmente, tras revisar las
páginas de las historias nacionales, pareciera que las mujeres
afrodescendientes fueran un elemento pictórico en los cuadros de costumbres de
la época colonial, totalmente mudas e impasibles y casi inexistentes. De hecho,
son pocos los textos que documenten la participación de las mujeres
afrodescendientes en las luchas de independencia y son excluidas totalmente de
los proyectos de construcción de nación.
Pero el problema que nos atañe aquí no es el escaso
reconocimiento de la participación de las mujeres afrodescendientes en la
historia Latinoamericana, sino la definición misma de la identidad femenina de
la mujer negra o afrodescendiente a partir de la autoconciencia de su género.
Es decir, lograr una aproximación a lo que la mujer afro ha concebido de sí
misma y expresado en su propia voz, no solo para demostrar que puede hablar y
autodefinirse, sino para reversar el imaginario que sobre ella se ha creado en
el pensamiento colectivo tanto masculino como femenino.
Con este propósito, dadas las limitaciones espacio
temporales, voy a tomar el escenario literario para referirme al por qué las
mujeres afrodescendientes reclaman hablar con voz propia y definir lo que ellas
son, pero particularmente, voy a tomar como ejemplo la manera en que las poetas
afrocolombianas interpretan esa necesidad y la plasman en su poesía. De esta
manera, podremos entender cuál es el concepto de identidad que como mujeres y
como afrodescendientes, las poetas afrocolombianas construyen para reclamar ese
lugar que les ha sido negado en las letras y en la historia, pero sobre todo
para romper con los estereotipos que frente a su identidad se han creado para
justificar e imponerles el fardo de vejámenes que han tenido que cargar durante
toda su existencia.
En primer lugar, las poetas afrocolombianas se
reconocen a si mismas a partir de un referente geográfico: África. Este
referente implica en si mismo el reclamo de una herencia ancestral que fue
arrebatada por la esclavización durante la diáspora. Esta demanda por la tierra
representa el arraigo de una cultura propia, de un pasado glorioso y de una
redignificación de su humanidad. Pero ante todo, se aparta de la asociación que
los poetas negristas habían hecho entre ella y el continente africano,
convirtiéndola en una alegoría a la posesión territorial que debía ser
reclamada, tomada y explorada, para asumir el rol de hermana, hija pródiga de
una tierra que le pertenece a ella y a su hermano varón, que es parte de su ser mismo, pero que no es
ella.
Así por ejemplo, mientras el poeta colombiano Helcías
Martán Góngora señala en su poema Mujer negra:
El agua te hizo a imagen y semejanza suya.
Puso en tu acento ríos y en tu silencio estrellas.
Te dio ese andar de nubes descalza por los cielos
y ese cuerpo que nombra, sin voz, a las palmeras.
Eres el paraíso que comienza en la fruta.
Paisaje con tus ojos que hacen el mediodía.
La música navega por todas tus arterias
y hasta cuando te callas el sueño es melodía
Mujer, mayor que todas las islas: ¡Continente!
El mar y los deseos te circundan callados.
Con mi voz te descubro. Sobre esta tierra virgen
amor, tú sembrarías caricias como árboles!
Y el poeta Leopoldo Sedar Senghor en su poema,
también denominado Mujer Negra, la describe como:
Tierra prometida, desde lo alto de un puerto calcinado
La poeta Lucrecia Panchano en su poema
afrodescendencia, se refiere a África de la siguiente manera:
Sangre que quema, corazón que aprieta.
Es África que grita entre las venas,
Ancestro que aprisiona, que sujeta,
Que exige libertad y no cadenas.
Y la poeta
María Teresa Ramírez, en su poema Canto Mágico señala:
Del África vengo,
Nieta del muntú,
Del África soy: flor en el exilio,
Mínima primavera del jardín Marrakech
También la poeta Dionicia Moreno Aguirre, en su poema
recobrando el pasado, escribe:
Déjame ser polvo de la tierra africana,
ser sol de tu desierto,
ser mar salado por donde en barcos llegaron mis
raíces.
Es decir, que mientras los poetas hombres refuerzan
el imaginario de la mujer como territorio que les pertenece, al compararla con
África, las mujeres poetas toman
distancia entre el territorio y su propio yo, reconociéndose en la tierra pero
identificándose fuera de ella para colocarse en el mismo lugar que se encuentra
el hombre con relación a su territorio, es decir en la condición de herederas y
no de herencia.
De igual manera, al separarse de su yo como
territorio, las escritoras afrocolombianas asumen una conciencia de diferencia
femenina y advierten la necesidad de subvertir
la percepción que se ha construido sobre su género, por lo cual
convierte su escritura en una especie de “autobiografía” que “proviene de la
comprensión de que, más allá de la manera en
que se construyen las imágenes de las mujeres, el poder se articula de
manera análoga a las relaciones de género.” (Araújo, 1997) Así, entre otros
aspectos, la escritora afrocolombiana plasma en su escritura una visión que la
distancia de los conceptos que la han supeditado a una condición de debilidad e
incapacidad intelectual, así como a la figura de objeto de deseo.
En este sentido, el concepto de la maternidad, por
ejemplo, es alterado por completo, ya que si bien la mujer afro no deja de
reconocerse como madre y de darle una trascendental importancia en su textos,
rompe el simbolismo de la madre universal y sublime para convertirse en una
madre muy terrenal, limitada, luchadora e incluso frustrada, como es el caso de
María Teresa Ramírez en su poema Agonía lumbalú:
Estoy presa en una cárcel, hecha con rejas de amor,
sus paredes son de llanto.
Yo misma la construí en cada parto alumbrando,
las paredes de esa cárcel en la que me estoy quemando.
Estoy presa en esa cárcel,
dulce y terrible a la vez
en la cárcel de ser madre.
El poema de Ramírez deja ver a la mujer que está
detrás de la madre, llena de frustraciones por no poder ser, por deberse a
otros, por cercenar sus libertades y que se lamenta por ello. Así, es posible
afirmar que la poeta busca resquebrajar el imaginario que equipara la
maternidad a la condición misma de mujer, como un hecho natural y la máxima
realización femenina para incluso censurar la maternidad como un hecho
exclusivo de la mujer, que la limita de sus posibilidades de desarrollo
personal frente a la paternidad que poco o nada limita al hombre para continuar
con sus actividades como individuo o ser social.
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Por otra parte, también es común encontrar en las
poetas afrocolombianas la visión de la madre como una guardiana de sabiduría,
cuyo rol en la sociedad es transmitir la herencia ancestral a sus hijos y
nietos. Como lo señala Sayly Duque Palacios en su poema Legado, donde además la
madre no es una simple transmisora de saberes, valores y costumbres, sino
crítica de la sociedad que le rodea y por ende, más que transmitir, educa:
Hija e hijo, os lego un presente inconcluso,
Un pasado innominable,
Un futuro rodeado de abismos y de niebla.
Un país que hipotecó su gallardía
Y arrojó vuelto añicos, el comprobante al mar.
Un pueblo ebrio de indignidad y violencia.
La misma María Teresa Ramírez, en su poema Tocá ese
tambor escribe:
Tocá ese tambor hijo mío,
vuelen tus manos mestizas,
en los sonidos de África,
con tu boca medio bemba
y tu pasita amonada.
Y la poeta Mary Grueso Romero, en su poema Contando
el cuento, señala:
Y seguiré cantando
canciones muy tristes
que me enseñó mi agüela
de príncipes negros
traídos de África
vendidos en el mercado
como negros sin casta.
Y yo cuento a mis hijos
y también a mis nietos
para que ellos a su vez
lo sigan contando
a travé del tiempo.
Por otro lado, la figura de la madre cobra un sentido
distinto al de la imagen materna occidental que aguarda en casa como una pieza
decorativa inamovible y sagrada, para asumir el rol de trabajadora, que lucha y
se sacrifica en las mismas condiciones que el hombre para sacar adelante a sus
hijos. Tal lo describe Luz Colombia Zarkachenko de González en su poema las
diosas del alba, así:
Las madres que madrugan
sonámbulas…
a buscar el maná
entre la humedecida arena,
las que salen al viento
con el calor de las sábanas
en la espalda
marina
a buscar el salado
de la escondida almeja
cuando la mar se va…
a la casa del tiempo,
son las diosas del alba.
O la misma Sayly Duque Palacios en su poema Feliz día
mujeres de la mina:
Mujeres arrojadas a la calle por siempre,
obreras forjadoras de días que aún no asoman.
Mujeres que la tierra labran, con ímpetu y orgullo,
y las cosechas viajan a deleitar paladares que habitan
otros cielos.
Así como Lorena Torres Herrera en su poema La negra
Tomasa:
Ya está lista la Tomasa,
ya se va pa los raíceros
con su machete y canasto,
su tabaco y su tiestero.
Por otro lado, se encuentra la conciencia de “raza” y
con ello la relación con el cuerpo, el cual constituye una de las
aproximaciones más sensibles al estereotipo construido de la mujer afrodescendiente
ya que, por largo tiempo, esta mujer ha sido vista como un fuerte objeto de
deseo, caracterizada por una gran voluptuosidad, así como poseedora de un gran
vigor sexual y perturbadora sensualidad que ha saltado los límites de la
alegoría literaria para convertirse en una “causante” de violencia física.
Algunos ejemplos de esta caracterización los podemos
identificar en los siguientes versos del poeta Léopold Sedar Senghor, donde la
mujer aparece desnuda y es claramente descrita como un objeto sexual
apetecible:
Mujer desnuda, mujer oscura,
fruto maduro de carne tersa,
sombrío éxtasis del vino negro,
boca que haces lírica mi boca,
sabana de horizontes puros,
sabana estremecida
bajo caricias ardientes del viento del Este.
O este poema de Jorge Artel, escritor colombiano,
¡Danza, mulata, danza! :
Deja que el sol fustigue
tu belleza demente,
que corra por tus flancos inquietantes
el ritmo que tus senos estremece.
Aprisiona en tu talle atormentado
esa música bruja
que acompasa la voz de la canción. …
Al igual que el poema Madrigal de Nicolás Guillén,
donde se mantiene la figura de la mujer desnuda y predomina la predilección por
su vientre antes que por su inteligencia.
Tu vientre sabe más que tu cabeza
y tanto como tus muslos.
Esa
es la fuerte gracia negra
de tu cuerpo
desnudo.
Signo de selva el tuyo,
con tus collares rojos,
tus brazaletes de oro curvo,
y ese caimán oscuro
nadando en el Zambeze de tus ojos.
Es entonces, ante este panorama que uno de los
principales retos de las escritoras afrocolombianas, al hablar en primera
persona (singular o plural) se acerca a su negritud o conciencia racial a
través de la relación con elementos culturales que le son propios como el
tambor, la danza o la narración, o a través del vínculo con la tierra y la
ancestralidad, para encontrar un equilibrio entre su conexión con su pasado, su
herencia étnica y su presente, pero especialmente para que reconocerse en su
cuerpo la exalte como sujeto y no como objeto.
Al respecto leemos en un poema de Jenny de la Torre Córdoba:
Mi negritud no se doblega,
impetuosa como un huracán,
insiste y penetra, no deja espacio
para la pena
De igual manera, en este poema de la escritora Luz
Colombia Zarkachenko:
Suena mi cuerpo
como un caracol,
sale un eco profundo
desde mi interior.
Es que viene subiendo
como un gran tonel,
desde mi oceánico mundo,
mi angustia de mujer.
Ambos poemas, de una bella lírica representan a una
mujer con una gran fuerza interior que resalta su carácter por encima de su
belleza física o voluptuosidad, su autoconciencia étnica y su ser femenino son
elementos de su universo interior que se conjugan para imprimirle unos rasgos
de identidad muy propios, pero que a la vez comparte con sus coterráneas.
En lo concerniente a la sensualidad y erotismo que se
les ha atribuido, las escritoras afrocolombianas no lo niegan, por el contrario
lo asumen sin prejuicios y con pasión. No obstante, su concepción del erotismo
se aleja de la visión masculina que las confina a ser un objeto de deseo y
provocación de las pasiones varoniles, para convertirlas en mujeres plenas de
libertades para amar y disfrutar su naturaleza con el ser que aman.
En este sentido, el erotismo y sensualidad de la
mujer afrodescendiente deja de ser un principio condenatorio y pecaminoso, censurable
e incluso causa de agravios, para convertirse en un valor propio de su
feminidad que la define y complementa de forma plena.
Una de las formas de asociar el erotismo a la mujer
está en la danza, ya lo habíamos leído con Jorge Artel. Ahora apreciemos como
lo describe María Teresa Ramírez:
Tambores de más allá
golpean y tamborean…
Redoblante de mi raza
mi cintura se enloquece,
redoblante de mi raza
mi cadera se estremece.
Y también la poeta Mary Grueso:
Entonces se encienden hogueras
en mi ánfora pagana
y me muevo como palmera
cuando el viento la reclama.
Son tambores navegantes
desde los estuarios de África
que navegan en la orilla oscura de mi sangre.
En ambas estrofas la música es parte vital de esa
sensualidad femenina, pero en la descripción de las poetas sus sensuales
movimientos son una forma de encontrar su vínculo con el pasado, con sus
raíces, no un instrumento para perturbar al varón.
Por otro lado, otras poetas le cantan ampliamente al
erotismo, como María de los Ángeles Popov:
Soy
una,
vocal,
con sílabas formadas,
soy,
una,
mujer,
con tildes púbicas,
soy,
la,
o,
al revés sobre tus nalgas.
Así como Ana Teresa Mina Díaz, en su poema cuerpo
erótico que apunta:
La tibieza de tu piel color canela
sacude la sutileza silvestre de mi vientre,
se estremece el cortejo de mis labios
libando el polvillo de las flores.
O como Edelma Zapata Pérez, que juega con la figura de
la Tierra como
si fuese su amante:
Coqueteas conmigo en las alas del viento,
en esta brisa loca que enreda mi falda
desde mi cintura hasta mis tiernas bragas.
Para concluir, vale la pena afirmar que por el
contrario de lo que el discurso oficial plantea, se hace necesario discurrir
mucho más sobre los estudios de género y minorías étnicas, no sólo en la
literatura sino en las ciencias humanas en general, pues está visto que existen
todavía aportes valiosos que desconocemos de las distintas culturas y que pueden enriquecer el
conocimiento de la humanidad, además de mejorar las maneras como nos
relacionamos con los otros.
Son muchos años de lucha femenina por lograr la
institución de derechos y reconocimiento de igualdad entre los géneros, sin que
esto se haya conseguido plenamente. Ahora bien, como lo indica Nara Araújo:
“las especificidades de la dinámica raza-clase determinan las variaciones en la
visión del género” (Araújo, 1997). Es decir, que se necesita además empezar a
diferenciar las perspectivas de género desde un concepto de etnia, que permita
lograr igualdades, pero respetando las diferencias. Pero lo más importante, que
promueva el reconocimiento de identidades a partir de una construcción propia y
no de un sistema impuesto, como lo trata de hacer Emiliana Bernard Stephenson
en estos versos:
La diosa del mar y yo reafirmamos
nuestra identidad: somos mujeres negras, negras.
Negras raizales, negras caribeñas,
negras colombianas, negras universales.
Tan negras como mamá África.
BIBLIOGRAFÍA
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